Las pisadas se escuchaban cada vez más lejanas, y una nube de polvo se alzaba por cada rincón al que se acercaba. Corría con todas sus fuerzas. Pensaba seguir hasta que no pudiera más y las piernas le traicionaran dirigiéndola hacia el suelo. Siempre se había dicho que podía hacerlo, que si lo intentaba con todas sus fuerzas, conseguiría aquello que quisiera, aunque costara. Que el sufrimiento lleva al mérito. Ahora, tras ver sus sueños truncados, Inés decidió que no podía seguir así. No podía creer en lo que no era, en una falsa ilusión que le hacía levantarse cada día y enfrentarse al mundo como si ella fuera el lobo alfa de la manada, cuando, en realidad, solo se trataba de un cachorrillo maltrecho y asustado. No, aquello debía cambiar, y lo único que hacía que se sintiera bien era justamente lo que estaba haciendo. Correr. La adrenalina y el cansancio le hacían olvidarse de todo.
Sentía como cada metro que avanzaba hacía mella en sus gemelos, y como con cada paso que daba sus pies se hacían un nudo entre ellos, haciendo que diera algún traspié que otro. De pronto, sus pies se pararon en seco, haciendo que se tambaleara, a punto de caer. Quería seguir corriendo pero no podía reaccionar, sentía tal impotencia que había empezado a agobiarse. Es esa impotencia que se siente al esforzarte hasta que ya no puedes más, y sientes que se te sale el alma, y ves que por mucho que quieras, tu cuerpo se ha dividido e intenta evitar que cometas una locura. Se giró para visualizar dónde se encontraba, y lo único que logró ver fue unos cuantos árboles, ya viejos, que estaban empezando a perder la corteza. No pudo evitarlo y lanzó un puñetazo al árbol, lo más fuerte que pudo, quedándose exhausta. Ya no sabía qué más hacer, no sabía a donde correr, no tenía lugar a dónde ir y por eso se escapaba a soñar. Pero, como todo, al final se acaba, y en ese momento, sintió que había llegado el día en el que debía abandonar sus sueños.
Se miró los nudillos y vio, sin inmutarse lo más mínimo, lo que sospechaba: Tenía el puño ensangrentado, y restos de la corteza del árbol se le habían quedado pegados a la sangre. No le preocupaba la herida, sabía que era algo superficial y que se le curaría en cuestión de semanas. Lo más probable es que le quedara una cicatriz, no muy grande, pero ese día se le quedaría grabado en la piel, y cada vez que la viera podría recordarlo, como si hubiera sido ayer… Sin saber qué hacer, puso su espalda en el árbol que acababa de golpear, y se fue deslizando hacia abajo. Su camiseta se iba enganchando en las pequeñas plantas parásito que poseía, e incluso se le llegó a perforar por algún lugar. Al llegar al suelo, se encogió, hecha un ovillo. En ese momento, volvió a la realidad, y, por primera vez, después de tanto tiempo, se encontró sola. Sola y perdida entre un montón de problemas, e incapaz de seguir adelante, intentando pedir ayuda. Pero no había nadie.
Días después, Inés volvió a ser la misma. Nadie supo nunca de la existencia de aquel día, y nadie notó que hubo un momento en el que no pudo más, y pensó que no valía la pena seguir adelante. Ahora, ella misma se dice que no le importa, aunque, si te fijas atentamente, sus ojos dicen otra cosa…
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